Posted by : Soy de Villa Sarmiento

Dijo alguien alguna vez: “si usted pasa por este bar, no necesita ir a la cancha”. En la zona porteña del Abasto, El Banderín sigue fiel a su propio ritmo. Más de ochenta años de historia y siempre en la misma esquina, la de Guardia Vieja y Billinghurst, calles que aún dejan ver el adoquinado porteño.
Cientos de banderines miran desde las paredes como las mesas se transforman en imaginarias tribunas donde los taxistas y tantos otros se juntan a discutir el fútbol nuestro de cada día. Pero hay uno que se lleva todos los elogios: proviene de un homenaje para el Gordo Aníbal Troilo, y hoy es un regalo para quien se acerque aEl Banderín a observar una auténtica pieza de museo.
La historia dice que, en 1936, los presos de la cárcel de Villa Devoto recortaron de una edición de El Gráfico el equipo de River. Bordaron las camisetas del recorte con hilo de seda, forraron el dorso de las figuras con papel metálico de atado de cigarrillos, confeccionaron un cuadro y se lo regalaron a Aníbal Troilo, quien por aquel entonces visitaba seguido a los presos para acompañarlos con su música.

Mario Riesco, el propietario del bar, nos cuenta: “yo iba a la cancha de River con el ahijado de Troilo, y él me lo dio para colgarlo acá”. Y así fue que ese cuadro encontró su lugar en una pared del bar, convertido ya en patrimonio del barrio del Abasto.

Allí aparecen, entre otros, Bossio, Rongo, el gran Bernabé Ferreyra, Cuello, Santamaría, Malazzo, Minella, Wergifker, Cesarini, Peucelle y dos pibes que prometían: Moreno y Pedernera. Un día, pasados los años, Adolfo Pedernera entró al bar a tomar un café y, sin siquiera imaginarlo, se encontró con esa autentica joya histórica.

Lo demás es mirar el bar de los Riesco: “mi papá, Justo Riesco, tenía un almacén con su hermano justo enfrente a la casa de Carlos Gardel. En el ‘26 se separó de mi tío y se vino para acá. Dicen, incluso, que Gardel vino a visitarlo unas cuantas veces”, nos cuenta Mario. Y asegura que “me hubiese gustado que mi viejo, que murió a los 91 años, y mi hermano, que falleció a los 60, pudiesen estar acá para ver hasta dónde llegó mi sueño de pibe, cuando lo más importante para mí era coleccionar banderines”.

Cualquiera que se siente a tomar un café podrá estar un rato largo identificando equipos, fotos, banderines y camisetas, cada cual con su historia. Si hasta parece cuento que esa camiseta argentina con el siete sea la del Cani, la misma que, hoy hecha cuadro, vibró en el pecho del Pájaro cuando le pegó al grito al Diego antes de convertirle el gol a Nigeria en el Mundial ‘94.

O la camiseta con una banda roja que usó Daniel Passarella el día que Juan Bava le anuló el que hubiera sido su gol 100. El mismo Passarella que un día, producción televisiva mediante, llegó de sorpresa al bar para tomar el Cinzano que don Mario tenía guardado, hacía años, por si llegaba esa ocasión.

Y así como aparecen esos pedazos de historia engalanando las paredes de un edificio centenario, una gata, ajena a todo, parece identificar algunos duendes: Luis Ángel Firpo, Pascualito Perez, Eduardo Falú, el GordoGarcía Blanco, Pichuco o el mismísimo Tato Bores con su Good Show grabado entre sus mesas.

Si se le ocurre darse una vuelta, ya es un clásico, usted buscará el banderín del color de sus desvelos. Si no está, cosa difícil, se encargará seguramente de hacérselo llegar a Mario, como para que complete su preciado álbum. Y si presta atención, encontrará detrás del mostrador un cartel que dice “Para recordar: no envejecer al pedo”.
Fuente: Revista Un Caño

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