Posted by : Soy de Villa Sarmiento

Poco hay en el imaginario colectivo sobre el Centro Social y Recreativo Español. Prácticamente nada. Cuando surge su nombre en alguna conversación volátil, los muy futboleros lo describen ligeramente como un club ignoto de la última categoría; 
otros –que pretenden mostrar conocimientos en materia de ascenso- lo asocian instantáneamente con Deportivo Español y pierden toda opción de charla; y una gran mayoría no tiene idea, ni siquiera aproximada, de la mención ni del por qué. Sin embargo, existe una ínfima minoría que lo llama Gallego. Para quienes forman parte de ella, Centro Español es mucho más.
El Centro Social y Recreativo Español –y tal vez acá puedan encontrarse las razones de su escaso conocimiento popular- es el club de un barrio que está dentro de otro barrio. Sus fundadores figuran en las fuentes como “entusiastas que tenían el objetivo de practicar deportes”. Sí, así. Nada más. Afortunadamente, la fecha en que el club abrió sus puertas es clara: el 24 de junio de 1934 las ilusiones de este grupo de españoles se concretaron y, desde ese momento, comenzó a gestarse la historia de una institución que en 2014 cumplirá 80 años. En esa esquina de Villa Sarmiento –Estanislao del Campo 989 y Chile-, en ese pequeño lugarcito de Haedo, el sueño de aquellos hombres que venían de la península se transformó en el de muchos pibes y familias: un núcleo, un lugar de pertenencia.

En cuanto a su pasar futbolístico –y para ampliar este pequeño recorrido histórico-, el primer equipo de Español se afilió a la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) en 1959 yjamás disputó otro campeonato que no fuera la Primera D –la última categoría- al igual que Atlas y que Yupanqui. Tuvo cancha, sí, en el barrio de Haedo, pero la perdió a fines de 1960 y desde ese entonces alquiló estadios para hacer de local; tuvo oportunidad de subir de división, también, en 1965, en el Viejo Gasómetro y en un desempate contra Piraña y General Mitre, pero este último ganó y ascendió a Primera C; y ¡tuvo la oportunidad de jugar en La Bombonera! en el 86 y frente a los suplentes de Boca, en la derrota (1-2) más curiosa de la vida del club.

La institución atravesó momentos tétricos que se tradujeron en desafiliaciones (o desafiliaciones que se tradujeron en momentos tétricos). A grandes rasgos, y si bien el reglamento de AFA fue variando, el mecanismo es el siguiente: los últimos equipos de la Primera D dejan de jugar por un año en búsqueda de una reestructuración que les permita volver a hacerlo profesionalmente al siguiente. Centro Español fue desafectado cuatro veces y está entre los clubes que más veces padecieron dicha situación, que se produjo en las temporadas 1989/1990, 1995/1996 y –más recientemente- 2004/2005 y 2006/2007, cuando Clarín lo definió como “la Cenicienta del fútbol argentino”.

Sin embargo, el Centro Social y Recreativo Español tiene un cuarto de historia construida por la minoría que lo llama Gallego. Una bocanada de aire fresco en una institución que estaba al borde del abismo y que se reinventó desde adentro. Veinte años, quizás. Estos veinte últimos. Son familias que hoy miran para atrás y ven la etapa más fuerte y emotiva de sus vidas, otras que encontraron allí un refugio, socios que se hicieron hinchas y que conocen cada rincón, padres que formaron a sus hijos e hijas ahí, pibes que crecieron al lado de la pelota y que lloraron por su camiseta, otros que dejaron la calle, adolescentes -quizá adultos y adultas ya- que hoy pasan por el portón de rejas y vuelven por un ratito a la infancia o que, nostálgicos, prefieren sólo mirar para adentro y recordar.

Si hubo un protagonista del último cuarto de historia –que además tuvo grandes actores de reparto- ese fue Claudio Díaz, el Loco. Nunca tan bien puesto un apodo, nunca una forma tan acertada de llamar cariñosamente a alguien. El Loco Díaz había sido director técnico de baby fútbol en Haedo Junior, otro club tradicional del barrio, y llegó a Centro Español con un puñado de pibes que empezaban a jugar a la pelota. Les importaba muy poco el estado físico, la marca de los botines o de los guantes, la competencia, los golpes y los moretones, las frutillas en las piernas. Disfrutaban del fútbol por el fútbol mismo. Y, con la mayor sensatez y sin vacilaciones, le hacían a Díaz el pedido más noble: queremos jugar.

Así comenzó todo para muchos, y el club volvió a nacer tras años de penumbra: la administración anterior había cerrado el buffet, ya no había fútbol infantil, la piscina estaba descuidada y el ambiente no era propicio para albergar y nuclear a chicos. La llegada de una nueva comisión, la contratación de Díaz como técnico de fútbol infantil, la singularidad del Loco para enseñarles a patear a los pibes, el boca en boca y el cambio de aire hicieron que se acercaran más y más familias.

Un grupo de gente con ganas bastó para que Español volviera a vivir. Una minoría con iniciativas, propuestas y ganas de hacer cosas. Y mientras, siempre, los pibes y la pelota, el motor fundamental. ¿Qué habría sido sin ellos? La cancha descubierta –“la de afuera”- fue el escenario de aquellos primeros entrenamientos: la estampa blanca de “Fútbol 5” sobre la pared celeste establecía el límite con “la de adentro”, que por aquel entonces pertenecía –salvo excepciones- al básquet y era un lugar poco explorado para los pibes de fútbol; del otro lado, alambrado y red; en las paredes, las marcas perfectamente redondas de los pelotazos; y en el piso, las huellas de frenos y arranques que dejaban los botines.

La convocatoria creció notablemente y el club volvió a tener una estructura: el Loco Díaz dividió a los pibes por categorías, a las categorías en entrenamientos y a los entrenamientos en días y horarios. Centro Español se afilió a la liga argentina de fútbol infantil y los más chicos, que tenían entonces entre cuatro y seis años, comenzaron a disputar torneos amistosos en otros barrios. Mancomunados en las locuras de Díaz y contra pibes que aparentaban ser más grandes, volvían de esas primeras excursiones con una cantidad –a veces incontable- de goles en contra: más allá de las diferencias abismales y de las lágrimas, esos pibitos que siempre jugaban afuera -y a quienes pocos conocían- serían la base del mejor equipo en la historia de la institución.

Los más grandes (de entre siete y trece años) alternaban buenos y malos resultados. La cancha de adentro, tinglado de chapa y gradas de cemento, aros y tableros en los extremos, arriba los reflectores, publicidades de negocios del barrio sobre la tribuna visitante y pintura al día, dejó de ser un territorio desconocido para la gente de fútbol. Un sábado para básquet, uno para el baby. Ese fue el arreglo y –con los roces lógicos de grupos con posturas y pelotas distintas- todos felices. Centro Español, más. La renovación era un hecho y el club respiraba.

“Soy de Boca y de Español” o “Soy de Español, de River y de Argentina”, entre otras más originales, comenzaron a ser respuestas típicas de los pibes cuando se les preguntaba por los colores del corazón. En esas salidas impensables, palabras inesperadas y sin ningún tipo de filtros, se generaría y eternizaría un sentido de pertenencia genuino y gigante. La espontaneidad como bandera, las locuras del Loco en frasco chico, algún hermanito aprendiendo a patear en el pasillo, algún abuelo emocionado. El Gallego trascendía el hecho de ser un club de barrio.

Las tardes de los sábados eran larguísimas, pero volaban. ¿Cuántos partidos habrán sido?, ¿cuántas horas de mates en los escalones?, ¿cuántos termos rotos?, ¿cuántos pares de botines Cal-se?, ¿cuántos momentos quedaron en la memoria?, ¿cuántos habrán quedado en el olvido?, ¿por qué pasaron tan rápido? A las dos, un ratito después del almuerzo, la primera categoría; a las ocho, la última: esquema que jamás se respetó. La media hora de retraso de los visitantes –que también venían en malón- era ley. Y en esas medias horas se forjó el lazo entre los padres: el mate los unía como la pelota a los chicos.

No todo era color de rosas en esos sábados de club. De hecho, la mitad eran en otras canchas: algunas muy lindas, otras temibles. Sí, temibles de verdad. De locales o visitantes, hubo escenas que se repetían con frecuencia. Padres que descargaban las tensiones semanales en los chicos y en los árbitros, partidos que se vivían como guerras, algún que otro botellazo y cánticos que rozaban la provocación: todo lo que se criticaba –y se critica- en el fútbol profesional. Y, por supuesto, si había guerras, había batallas.

Campales. Solían ser después de los partidos y rara vez los chicos estaban involucrados. Todo empezaba con un comentario, seguía con un grito, se propagaba como discusión, tomaba forma con algún empujón y terminaba en gresca: los padres más temperamentales, a pelear; los menos, a separar; los pibes, a los vestuarios y los referees, a quién sabe dónde. Los Gallegos tenían lo suyo y el Loco Díaz era capitán de un escuadrón que decía presente cuando había rosca.

Egresó la categoría 87 y llegó la 94 en una jornada que fue emblemática y mostró el costado más sentimental del Loco Díaz. Dejaba el fútbol infantil un grupo de pibes buenos –los primeros en la camada del técnico en Español- y mejores jugadores.Llegaban los locos bajitos, los de las goleadas en contra, los ilustres desconocidos, los que hasta ese año no habían tenido lugar en las ligas sólo por ser chicos, los que entrenaban en Villa Sarmiento y jugaban en otros lugares.

Era su momento. Y cambiarían frustraciones por ovaciones desplegando un fútbol maravilloso y que difícilmente pueda olvidarse. Nadie se perdía las exhibiciones de los 94: algunas familias iban y volvían; otras pasaban el día entero en las gradas. Así, los vínculos se fortalecieron y los mates se multiplicaron. A cada fin de año, la altura de los trofeos superaba a la de los pequeños gigantes: serían siete veces campeones.

En verano, vacaciones. Y en vacaciones, Español. Sí, también. ¡Qué sufrimiento implicaba dejar por quince días la temporada de pileta! ¡De cuántas cosas se perdían los pibes –o al menos así lo creían- si se iban de vacaciones con los viejos! Todos los días, de lunes a domingos, sin parar. No había fútbol oficial, pero a las 14, bajo el calor del tinglado, largaban los torneos con la dinámica del “ganador queda en cancha”. El que llegaba tarde, esperaba y armaba equipo con los demás rezagados; el que se excusaba y pretendía usar botines, era prácticamente desterrado. Los partidos ¡qué partidos se armaban! se jugaban descalzos y no había margen para las objeciones, aunque las ampollas en las plantas de los pies fueran costumbre. Era la única rutina de la que ninguno quería escaparse.

Entre las tres y media y las cuatro –y con escala en las duchas- todos “a la pile”, que también había cobrado vida desde la llegada del fútbol: la administraba el buenazo de Jorge –el de los largos subacuáticos- que mantenía el agua limpia y la había pintado de un celeste intenso. Unas líneas rojo fuerte marcaban la zona de profundidad: el mito decía que tenía cuatro metros, y el desafío de los primeros años era “tocar los cuatro”, aunque no fueran más de dos y medio. De un momento a otro, se llenaba. Las chicas de básquet se sumaban, y a jugar: el “indio al agua”, como ritual; un rato de trampolín –los más osados intentaban piruetas aéreas-; alguna “ola” en la piscina más chica y a cargo del gran Jorge; y la peligrosa “mancha esquina”, si el gran Jorge lo permitía: era el Loco Díaz de los veranos.

Aunque el día estuviera feo, existían motivos para ir al club. El buffet había reabierto y los partidazos de truco de los canosos –tipos grandes, socios del club de toda la vida, miembros de la comisión, de la secretaría y del básquet- llamaban la atención de los pibes, que se transformaron en espectadores asiduos. Miraban, aprendían y se animaban a jugar. El tiempo hizo que ese buffet –que sumaría videojuegos clásicos, flípper, mesa de pool y alguna que otra fiesta- fuera el lugar ideal para campeonatos que podían durar horas. Copiaban también de los canosos el sistema de anotación de puntos por porotos, y, cartas en mano, empezaban a sentirse grandes. Con fútbol, truco y barrio, el club les daría a los pibes la formación que no encontrarían en ningún libro.

Con los años, el grupo de padres de fútbol adquirió fuerza y protagonismo en el club. Se formó la subcomisión de fútbol infantil y hubo una propuesta fundamental: el alquiler de un predio –Haedo Sur- para trasladar lo logrado en el baby al fútbol grande, con el Loco Díaz como técnico de divisiones inferiores y con la idea principal de alimentar al primer equipo de Centro Español. Potenciarlo, establecer una comunicación fluida y formar equipos competitivos parecían ser los ejes de un proyecto que, con grandes esfuerzos –como la colocación reglamentaria del alambrado-, se llevó a cabo y fue fructífero: pocos equipos marcaban diferencias grandes contra los pibes del club –los de siempre y algunos más-.

El Loco Díaz, con diferencias y nuevos proyectos, se despidió, entre lágrimas, de los pibes que habían crecido a su lado y que lo amaban por encima de todo. Para muchos de ellos, un golpazo al corazón: de aquel grupo que había hecho renacer el fútbol en Centro Español, la gran mayoría ya había egresado y sentía lo mismo: que –más allá de encuentros eventuales- no lo iban a ver nunca más. Germán Corengia sería el técnico y lograría resultados importantes, pero se toparía con los intereses de unacomisión directiva que –conducida por algunos tipos nefastos- se opuso a los sueños de la gran familia, más allá de las manifestaciones. Era el final de un ciclo.

Aunque la nostalgia hizo que los pibes se siguieran reuniendo en el club por muchos sábados, juntarse a jugar al fútbol fue cada vez más difícil: llegaron las responsabilidades, se generaron otros vínculos y otros grupos de amigos, y muchas veces hubo que llamar a gente de afuera para completar un partido en cancha chica. Hubo días en los que ni siquiera había convocatoria para los torneos de truco. Casi nadie pagaba ya por la temporada de verano, los padres también se habían alejado y los pibes tuvieron que hacer el duelo y asumir algo que se presentaba complicadísimo: habían crecido.

Actualmente, el club está bien. El gerenciamiento lo puso en situación de estabilidad. El primer equipo no atraviesa un buen momento, pero está cómodo en la tabla de los promedios. Los viejos vestuarios tienen duchas nuevas, se volvió a adquirir la concesión de la piscina tras varios años, en el playón se hicieron canchas de paddle, en el fondo una de fútbol y la fachada está intacta y prolijamente pintada en los colores tradicionales.

Hoy, el lazo entre quienes vieron renacer al Gallego en este último cuarto de su historia y el club en sí es meramente sentimental: reencontrarse con los amigos de la infancia, evocar cada momento grabado en la retina, o abrir el diario del domingo y alegrarse si en alguna línea dice que ganó Español. Es grato pensar que, seguramente,muchos pibes más harán su propia historia en el club y la contarán en algunos años, con la profunda y hermosa melancolía de quien firma esta crónica.
Por Juan Manuel Lombardero.

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